Pablo Hidalgo-Romero, Ph.D (c). Docente en la Business School de la UIDE.
El fin del subsidio al diésel, que implicó un alza de USD 1,80 a 2,80 por galón, y el ajuste paralelo de la gasolina extra a USD 2,88, marcan un giro trascendental en la política económica del Ecuador. Más que un simple ajuste fiscal, se trata de la redefinición de un instrumento que estuvo vigente por más de 50 años. Durante ese tiempo, el subsidio funcionó como un pilar de la política energética y social, pero con un diseño poco eficiente: no logró focalizarse en los sectores más vulnerables, permitió filtraciones hacia segmentos de mayores ingresos e incluso incentivó prácticas como el contrabando de combustibles.
Desde una mirada convencional, los subsidios son vistos como distorsiones que encarecen las cuentas fiscales y desincentivan la eficiencia productiva. Sin embargo, enfoques más plurales reconocen que, bien diseñados, pueden cumplir un rol de estabilización económica, proteger el poder adquisitivo de los hogares y sostener sectores estratégicos frente a choques externos. El problema en Ecuador no ha sido su existencia, sino su mal diseño y la ausencia de mecanismos efectivos de focalización.
Eliminar el subsidio de manera generalizada significa trasladar los costos a consumidores, agricultores y transportistas, actores con limitada capacidad de absorción. Esto se traduce en mayores costos de transporte y de producción de alimentos, lo cual impacta con mayor fuerza en los hogares pobres. La situación es particularmente preocupante si se considera que la pobreza por ingresos alcanzó al 28% de la población en diciembre de 2024, con 5,2 millones de personas en esa condición, y que la pobreza extrema afectaba al 12,7% según datos del INEC. Aunque en junio de 2025 la pobreza cayó al 24%, la vulnerabilidad sigue siendo elevada.
La discusión sobre subsidios no puede desligarse de la persistencia de la pobreza estructural en el país. Según el INEC, en 2024 la pobreza por Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) alcanzó el 32,4% a nivel nacional, con un contraste marcado entre lo urbano y lo rural. Mientras en las ciudades las carencias se reducen, en el campo persisten déficits graves en agua potable, saneamiento, vivienda y educación. En este escenario, la eliminación de subsidios al diésel puede profundizar las desigualdades, trasladando los costos a los hogares con menor capacidad de respuesta. El impacto no sería solo social: si las familias restringen consumo ante el encarecimiento del transporte y los alimentos, la recaudación tributaria, especialmente del IVA, también podría caer, debilitando los ingresos estatales.
Desde el punto de vista fiscal, el ahorro estimado de alrededor de USD 1.100 millones anuales no es menor, sobre todo en un país con fuertes rigideces presupuestarias y altos compromisos de deuda. No obstante, el panorama es más complejo. En el primer semestre de 2025 el déficit fiscal superó los USD 1.700 millones, resultado de un gasto público cercano a USD 13.000 millones frente a ingresos de apenas USD 11.253 millones. Para todo el año, las proyecciones apuntan a que el déficit podría superar los USD 5.500 millones, un contraste marcado frente al superávit de 2024.
Este deterioro se explica en gran medida por obligaciones como sueldos, pensiones, intereses de deuda y transferencias, a lo que se sumó el carácter electoral del año, con transferencias monetarias significativas que en el primer semestre alcanzaron unos USD 651 millones, según datos del BCE. Estos elementos ayudan a entender la presión sobre las finanzas públicas, aunque plantean la necesidad de discutir si la reducción de subsidios al diésel es la vía más adecuada, considerando sus implicaciones económicas y sociales.
El momento importa. Ecuador atraviesa un proceso de recuperación económica después de varios años de fragilidad. La inflación, que en 2025 se ha mantenido en torno al 1-1,5% anual, refleja una aparente estabilidad, pero en buena medida responde a la caída del consumo más que a una dinámica de crecimiento sólido. Este escenario exige cautela: aplicar un ajuste de este tipo en plena fase de recuperación puede tener efectos contractivos adicionales, al reducir aún más la demanda agregada, encarecer los costos de producción y debilitar la competitividad.
Más allá de las cifras, la discusión debería enfocarse en el modelo de desarrollo. El dilema no pasa por mantener o eliminar subsidios, sino por definir cuáles mecanismos permiten reducir desigualdades y fortalecer la productividad sin generar distorsiones. Instrumentos focalizados en transporte público eléctrico o en pequeños productores agrícolas, combinados con transferencias directas bien diseñadas, podrían tener un efecto social positivo sin comprometer la sostenibilidad fiscal.
Sin embargo, un cambio de esta magnitud requiere anticipación: canales de comunicación claros y consensos con los sectores sociales y productivos habrían contribuido a mitigar el impacto. De lo contrario, la medida se convierte en un shock que traslada los costos al tejido social.
En última instancia, el debate sobre el subsidio al diésel no debería limitarse a cifras fiscales ni a la lógica inmediata del ahorro presupuestario. La verdadera pregunta es si Ecuador puede sostener su recuperación económica y reducir sus desigualdades trasladando el ajuste a quienes menos margen tienen para soportarlo. El desafío consiste en equilibrar sostenibilidad fiscal con cohesión social y productividad, evitando que decisiones de corto plazo terminen debilitando las bases del desarrollo a largo plazo.