Juan Carlos Morales
Los leones no están, pero está el espíritu de África, en medio de un árido paisaje convertido en tramos en un paraíso por la influencia del río en el Valle del Chota, en Imbabura y parte de Carchi. Están los tambores, que suenan al compas del corazón en cuatro tiempos. Están los gestos y la forzada historia de las ocho haciendas cañeras de los jesuitas en la época colonial al norte de Ecuador: Carpuela, Chalguayacu, Chamanal,
Concepción Cuajara, Pisquer, Santa Lucía y Tumbabiro.
Los religiosos seguidores del soldado Ignacio de Loyola, una verdadera maquinaria económica y de influencia política y de allí su expulsión por parte de la Corona, poseían en un país que aún no se fundaba 132 haciendas (4 grados geográficos y en un punto 1.767 esclavizados arrancados de las sabanas donde pacen los antílopes).
Pero en el tránsito de las carabelas, burlando las cadenas, se colaron tambores y atabales, por eso el instrumento de la “bomba”, con influencia andina y con guitarras, cuenta las historias de las crecidas del río Chota, de la búsqueda de nuevos caminos ante la desolación, como el tema Carpuela, de Milton Tadeo, tan emblemático que los migrantes ecuatorianos lo han hecho su himno: “Te dejo mi corazón, Carpuela linda / te juro que olvidarte yo no podría / Ya me voy, yo ya me voy / ya no hay dónde trabajar”.
En la diáspora, también llegaron los mandingas, los brujos que hacen pactos con los chivos, los anillos con calaveras y la risa ancha. Y los antiguos dioses de la guerra y el agua, se transformaron en cristos agónicos y vírgenes de yeso –con la piel del Quattrocento- ahora cargados en procesiones, en medio de cantos que podrían ser en honor a Changó y Yemayá. Ese esplendor del sincretismo está vivo durante la Semana Santa, en medio de cristos vivos con piel de ébano, soldados romanos y vírgenes marías, que pueden tener apellido de origen africano: Congo, Minda, Carabalí, Mina, Chalá, entre otros, descendientes de los ancestros extraídos de Mama África en 1610.
Es únicamente de esta manera que se puede entender el arte de las máscaras en los pueblos de Carpuela, de la artista Alicia Villalba y en Mascarilla, Carchi, que tuvo su inicio cuando el belga Mark Ghysselinckx, realizó un proyecto de cooperación (como dato, en Bélgica está el mayor museo de máscaras congoleñas de África, ese arte “primitivo” que sirvió de inspiración de Picasso a Klee, de Modigliani a Giacometti).
Aunque la ritualidad de las máscaras se ha perdido, hay nuevos motivos por visitar al Valle del Chota: una cultura viva, con una amabilidad que en este caso no es cliché, como sus famosos carnavales Coangue o esa cultura reconfigurada, que lamentablemente los complejos turísticos de la zona no consideran.
Por suerte, de a poco, hay turismo alternativo. Está, como la canción, caminar cerca del río, escuchar a ese prodigio que es la “Banda mocha” –imitación de la banda de metales de viento mestizo-, conocer a las Tres Marías en Chalguyacu (declaradas patrimonio musical), caminar por las estrechas calles, la comida del guandul o cruzar el puente colgante hacia Pusir Grande, saborear los ciruelos que se llaman ovos, la famosa fritada de Juncal, los hombres y mujeres de turbantes de colores que labran la tierra.
A diferencia de Esmeraldas, cuyos habitantes también descendientes de África, escaparon de los barcos que iban a Lima y se aliaron con el pueblo chachi, que por eso toca marimba, los choteños –como les gusta que les llamen- llegaron a plantaciones ajenas y ahora, como en Salinas, también han hecho del turismo comunitario su emblema. Pronto habrá más visitantes, cuando este país de bruma camine por donde también está su historia.