Guido Andrés Vives Editorialista-El Vanguardista
El año 2020 pasará a la historia como el año en el que el mundo ha experimentado una de las pandemias más devastadoras del último siglo. Y es que el COVID a la fecha ha infectado oficialmente a más de 54 millones de personas a nivel global y ha cobrado la vida de por lo menos un millón y medio. Lamentablemente muchos de nosotros tenemos algún familiar o amigo que hoy ya no está con nosotros a causa de esta enfermedad; sin embargo, y a pesar de esta dura realidad, el propósito por el que hemos venido a la vida sigue siendo el mismo: Ser felices.
El término felicidad viene del latín felicitas, que podríamos traducir como “fértil”, por lo que la felicidad es un estado de ánimo que supone de manera intrínseca el logro de algo, una satisfacción. Desde la antigüedad filósofos como Epicuro relacionaba la felicidad con la ausencia de perturbación, la paz interior, que no se obtiene en la riqueza ni en lo material, Aristóteles la relacionaba con la virtuosidad, es decir con realizarse uno mismo y alcanzar las metas trazadas.
Existen varios tipos de felicidad, y estos van cambiando con el transcurrir de nuestra vida. En resumen, podríamos diferenciar dos tipos principales de felicidad: por un lado, la que nos generan situaciones momentáneas como comprar un helado o graduarnos de los estudios y, por otro lado, la felicidad estructural, que adquirimos con el pasar de los años y que se genera porque el cerebro alcanza niveles de madurez y se enfoca en la supervivencia, lo cual a su vez le permite sentir que es feliz con menos. Así mismo, muchos estudios afirman que la felicidad a lo largo de la vida tiene forma de “U”, es decir, somos más felices en nuestra infancia y en la edad madura, experimentando una caída considerable en la edad mediana.
En este contexto, y conscientes de que este año no ha sido de los mejores, es probable que hayamos aprendido a ser felices de otras formas, valorando lo simple, lo muchas veces desapercibido, las cosas que no tienen precio pero que tienen gran valor, como el tiempo en familia, y el tiempo consigo mismo. Esto lo podemos ver evidenciado en las cifras del “índice de la felicidad”, que todos los años es medido por el “World Happiness Report” de la Universidad de Columbia, en donde 0 es desdichado y 10 es feliz.
En este índice, podemos apreciar que para el año 2020 los niveles de felicidad global se han visto incrementados en comparación al año 2019, pasando de 5,42 a 5,48, algo que para mucho podría ser impensado considerando el “mal año” que hemos tenido, pero que demuestra que a pesar haber experimentado un fuerte crisis sanitaria, económica y social como no la habíamos experimentado en casi 100 años, los seres humanos hemos sido resilientes y hemos podido reinventarnos ante la crisis. De la misma manera, analizando los datos de los países de América del Sur, vemos que la cifra también mejoró este año en relación al anterior, cambiando la tendencia de decrecimiento de la felicidad iniciada en 2018.
Fuente: https://es.theglobaleconomy.com/rankings/happiness/
Elaboración: Por el autor.
Es así que muchas veces las crisis lo que hacen es llamarnos la atención y enfocarnos en lo verdaderamente importante. Detenernos un poco, disfrutar del sonido de las aves, el roce de la brisa en la mañana, ese primer sorbo de café, de una buena canción, detener por un momento la vorágine de la vida que nos envuelve día a día es felicidad. De pronto este año no pudimos estudiar lo que teníamos pensado, o tal vez no pudimos hacer el viaje que habíamos planificado, o quizás perdimos nuestro trabajo; sin embargo, recordemos que la felicidad estructural se construye día a día con esos detalles imperceptibles y con la firme voluntad de saber que mientras haya vida habrá esperanza.