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Autor: Joselo Bolaños
Caminar por las calles de Ibarra es entretenido, porque no dejan de sorprender los pequeños detalles cotidianos que la hacen única e irrepetible. Tiene ese espíritu de una anciana que se escurre por las puertas de la iglesia para rezar el eterno padrenuestro y el avemaría mientras las velas se derriten bajo la mirada de santos, crucifijos y el intenso olor a sahumerio.
Tiene la alegría de una ciudad que recibe a miles de turistas felices en la cacería del zorro y las pailas que rebosan de tilapias fritas, la leña apilada para los hornos.
Los golosos van por helados de paila, el pan de leche en Caranqui, los arropes y el hornado del mercado Amazonas.
En Ibarra se despiertan cada mañana miles de jóvenes que van a sus trabajos, otros que no desmayan en la búsqueda; padres que apresuran a sus hijos para llevarles a clases.
La ciudad reproduce los chismes, la mala leche, la hipocresía y el hastío; hombres y mujeres en eterna guerra con sus conflictos, vicios, egoísmos y ambiciones, con esa lenta y parsimoniosa actitud de los rostros duros, de no dejarse engatusar, de tener el privilegio de mentir y no ser descubiertos. De amores clandestinos, afectos y desafectos.
Ibarra tiene alma conservadora, a pesar de ciertas libertades y excesos que se permite la gente, del exhibicionismo y tanto mafioso y delincuente camuflados, procura mantenerse erguida y diáfana en su historia llena de personajes valiosos y en las miles de historias que corresponden a cada ser humano que camina, circula en auto o bicicleta. Es una ciudad que pertenece a todos los cuerdos, locos, inconformes y conformes; a los vivos y los muertos, a los que siempre vuelven.
Y no me detengo en los paisajes, otros lugares y otra gente porque tengo poco espacio en esta columna y no quiero aburrirles.
No importa en dónde vivamos los ibarreños. Miles dejaron y continúan dejando sus familias para trabajar en EEUU, Europa y otros países de América Latina. Miles regresaron para intentar rehacer sus vidas, reencontrarse con la vida o la muerte. Ser ibarreño es respetar a los amigos, a los desconocidos, a quienes llegaron de otras tierras y culturas. Todos merecen respeto, a excepción de los hijos de puta que están violentando nuestra paz.